Electrónica, un barco de vapor, un quebrantahuesos y muchos Deinonychus

Desde bien pequeño se me notaban inquietudes por la lectura. No fui de esos niños que comenzaron a leer clásicos a los tres años o que con ocho ya habían leído toda la colección Austral de la biblioteca del cole. Ni mucho menos. Sí, con cuatro años sabía leer, pero simplemente porque tuve la suerte de caer de culo en un colegio pequeñito y sin espacio en el que mezclaban a los niños de parvulario con los de primero de EGB y los de segundo; cosas de los ochenta. En mi casa siempre hubieron libros, pero he de reconocer que ni mi madre ni mi padre fueron grandes lectores. Él se excusaba diciendo que de joven sí lo fue, y que entre sus manos habían caído decenas de novelettes de vaqueros y detectives, pero la verdad es que yo nunca le vi muy afanado en ello. Comprábamos El País todos los domingos, la Tp todas las semanas para ver la programación de los dos únicos canales y en el baño había decenas de potingues, champús y dentífrico con los que entretenerme y practicar mi pericia lectora sentado en la taza del váter. En las estanterías de nuestro salón no habría más de cuarenta libros, de los cuales al menos veinte eran de Electrónica y de Montaje de Televisión y Radio. Así que ¿cómo fue que caí en este vicio que a día de hoy copa casi todo mi tiempo libre? Ni idea. Así que si tengo que echarle la culpa a alguien, lo haré con la colección de libros infantiles y juveniles de El Barco de Vapor de la editorial SM.

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Recuerdo que en uno de los días de Reyes, con siete u ocho años —tendría que mirar de qué año son los libros—una de mis tías apareció con un paquete cuadrado envuelto en papel de regalo con muñequitos de nieve estampados. A diferencia de muchos de ellos, no era blandito ni mullido, por lo que rápidamente descarté la opción calcetines o calzoncillos. Tampoco se notaba el característico soniquete de líquido por dentro, por lo que las colonias Chispas y Nenuco quedaban tachadas de la lista de «cosasquenidecoñaquieroquemeregalenporReyes». Así que al abrirlo, como todos habéis adivinado, no estaban ni el último muñeco de los Gi-Joe, el fuerte vaquero de los Playmobil ni el guerrero hípermusculado He-Man, sino un lote de ocho libros de las colecciones blanca, azul y naranja de la editorial antes mencionada. En un principio me desilusioné bastante, y la verdad es que el lote acabó aparcado en la habitación de mis abuelos junto con la ropa interior, jerséis, pinturas y cuadernos que me habían caído.

El caso es que al comenzar el colegio un par de días después —la LOGSE no tenía piedad con nosotros, no nos dejaban ni una semana para disfrutar de los regalos—, me llevé dos de los libros al recreo y, como es lógico, me los empapé de una sentada. Aún recuerdo los nombres: Las palabras mágicas y El mono imitamonos. Esa misma tarde, en casa, cogí los otros y de nuevo cayeron en poco tiempo. Me leí todos los libros entre ese día y el siguiente, y desde entonces no paré. Primero acabé con todos los cuentos y tebeos que habían en la casa de mis abuelos y que pertenecían a mis ocho tíos. Tras eso, devoré las enciclopedias de mi padre sobre Electrónica y la colección de El Hombre y la Tierra. No quiero tirarme el pegote, pero con ocho añitos no levantaba un palmo del suelo y ya era todo un experto en el quebrantahuesos, la cabra montesa, el oso pardo o el lobo ibérico. Más tarde cayeron las novelas Yo Claudio, Chacal, El pastelero de Madrigal, Un millón de muertos, Las hienas de Ravensbruck o Los horrores nazis. Mi padre tenía bastante literatura de la Segunda Guerra Mundial, por lo que con doce años conocía a todos los hijos de puta relevantes del bando alemán.

Sin embargo, hasta que no llegó el final del verano del 1993, allá por septiembre, no aterrizó en mis manos la novela que me hizo dar un giro a mis lecturas y la que se convirtió en mi libro preferido hasta el día de hoy. Podría haber sido una obra de Lovecraft, de Poe, de Verne o de Tolkien. Pero no, fue de Michael Crichton; su título: Parque Jurásico.

No es una obra que destaque por su argumento; sus giros de trama tampoco es que sean de los más deslumbrantes que haya visto hasta la fecha. De hecho, ni sus personajes son de un carisma arrollador —exceptuando Ian Malcolm, que si bien en la novela es la nota discordante de su reparto, en la película salió bastante mejorado con la actuación de Jeff Goldblum— que te hagan olvidar a protagonistas como Robinson Crusoe, D’Artagnan o el pirata Long John Silver. Pero ¡ay madre! ¡Tenían putos dinosaurios! ¿A qué niño de trece años no le flipaba la imagen de los Tyranosaurus Rex con esas manitas tan graciosas y que salían en los libros de texto de Naturales? La novela llevaba ya tres años circulando por los USA y todos en España éramos conscientes de que el señor que había dirigido ET y las pelis de Indiana Jones se había encargado de hacerla realidad. Ya si eso otro día os cuento mi experiencia cuando vi los pasajes de la novela en el cine. El caso es que cuando vi esa portada, la original de Hollywood, flipé.

No voy a contaros mucho sobre el contenido de la obra porque deduzco que todos los que estaréis leyendo esto sois unos frikis de cuidado y, como poco, habéis visto la peli. Pero para aquellos que ni siquiera conozcan la parte cinéfila, os daré una exclusiva: son prácticamente idénticas. Salen Triceratops, Brachiosaurios, Dilophosaurios, Parasaurolophus, Tyranosaurus Rex y, sin duda, los preferidos por casi todo el mundo, los Velociraptores que, por cierto, no eran tal cosa, sino Deinonychus, pero de esto si queréis ya hablamos en otra ocasión, junto con lo de mi visita al cine. Si entramos en el argumento, es bastante básico: millonario sin escrúpulos invierte mazo de pasta en una isla perdida de la mano de Dios e instala allí unos laboratorios genéticos del copón bendito en los que gracias a la manipulación genética pueden traer a la vida dinosaurios extintos hace millones de años. Aprovechándo el espacio que le sobra en su jungla privada, monta un parque de atracciones en el que la peña en vez de meterse en el tren de la bruja o en los caballitos, puede ver a una manada de Gallimimus recorriendo una pradera de la isla, a un Triceratops plantando mierdas del tamaño de un tigre adulto o a un Tyranosaurus Rex alimentándose de una cabra despistada. Ni que decir tiene que todo esto sale mal, pero al final los buenos y los niños se escapan de la isla y sobreviven sanos y salvos. Bueno, y casi enteros. Fin.

Es curioso, pero la persona que me regaló aquella novela para mi cumpleaños fue la misma que hizo lo propio con las de El Barco de Vapor. Nunca le estaré lo suficientemente agradecido, si os digo la verdad. A día de hoy la habré releído cerca de ocho veces, al igual que su continuación, El mundo perdido —aunque esta última no conserva la frescura y la originalidad de la primera— y desde entonces empecé a encadenar libros de Fantasía, Terror y Ciencia Ficción hasta el día de hoy. Ya había leído algo de fantástico, pero la verdad es que Michael Crichton fue sin duda el que me metió el germen de la literatura de género en las venas. Después de esta cayeron inmediatamente Congo, Esfera, Acoso, Sol Naciente, El hombre Terminal y Los devoradores de cadáveres —todas ellas de Mr. Crichton— en menos de un mes, y a lo largo de mis años cayeron todas las demás, a excepción de Latitudes Piratas, editada en España tras su muerte a manos del cáncer en noviembre del 2008; pero esto, de nuevo, os lo contaré en otra ocasión.

 

Amo a Gaiman

Estimado lector:

Es mi deber informarte de que desde la redacción de Los Búhos del Caos se coarta la libertad de expresión. Vale, tal vez sea solo MI libertad de expresión. Me explico:

Cuando se acordó la temática de este nuestro amado primer artículo, tuve la osadía de preguntar acerca de la extensión que debía tener el mismo y me dijeron que era libre. En ese momento les informé de que mi entrada solo tendría tres palabras: «Amo a Gaiman». No les pareció suficiente, así que, ahora, debes decidir:

Si tu opción es asumir que amo a Gaiman y vivir feliz con este dato para siempre, cierra tu navegador. Si, por el contrario, quieres conocer los pasos que me llevaron a ser un Búho del Caos, continúa tu lectura.

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No me acuerdo de cuándo aprendí a leer, ni cómo. Mi primer recuerdo al respecto es una canción que se inventó  mi padre y que decía «la eme con la a, dice ma; la eme con la e, dice me; la eme con la i, dice mi; la eme con la o, dice mo; la eme con la uuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu, diiiiiiceeeeee muuuuuuuu» y así con todas las consonantes. Un grande, mi padre; y mi madre una santa por soportar horas y horas de viaje en coche con toda la familia berreando la cancioncita.

Lo siguiente fueron los cuentos que me compraba mi abuela en el kiosco de la playa. La condición era que hasta que no se acabase un cuento, no se compraba otro, pero esto sucedía tan a menudo que Isabel, la kiosquera, no se lo creía. Un día, al ir a comprar el tercer o cuarto cuento, me dijo que se los contara, y vaya si lo hice. Tanto le impresionaron a la buena mujer mis dotes narrativas, que decidió que los libritos se cambiaban y esa casetilla al pie del mar se convirtió para mí en una biblioteca de troquelados.

A los cinco o seis años llegó el martirio de mi padre. Yo ya pedía cosas muy por encima de mi edad, y para no arriesgarse a que cayera en mis manos algo inadecuado, él se lo leía todo antes que yo. TODO.

La serie naranja de Barco de Vapor la leí casi completa, con especial predilección por la trilogía de Eric Wilson formada por Asesinato en el “Canadian Express”, Terror en Winnipeg y Pesadilla en Vancouver. De la serie roja apenas leí nada porque casi todas las historias eran tristes. A pesar de todo, títulos como ¡Shhh… Esos muertos, que se callen!, La novia del bandolero y ¡Canalla, traidor, morirás! aún tienen su espacio en las baldas de mi memoria.

Terminado nuestro periplo navegante, dimos el salto a Alfaguara y Gran Angular, donde disfruté mucho de libros como No pidas sardina fuera de temporada y Lobo negro, un skin en la primera, y  Los filibusteros del uranio, Morirás en Chafarinas, En el pueblo del gato vampiro, El enigma del maestro Joaquín y Los escarabajos vuelan al atardecer en la segunda.

Más o menos por estas fechas fue cuando descubrí a Tolkien, pero es un terreno que no pisaré en presencia de dos Búhos eruditos y miembros de la STE —dudas y consultas al respecto, a ellos, por favor—. Y, tras la prueba de fuego tolkiendil, se obró el milagro y mi padre me abrió la puerta a su maravillosa colección de ciencia ficción. Fail. Pobre hombre. Creo que aún no entiende como no puedo adorar a Asimov, Bradbury y Clarke. Cosas de la vida, padre. Cosas de la vida.

Por aquí yo ya era una young adult, o una adult en toda regla y de esta época recuerdo algunas historias como Drácula, Carmilla, La Historiadora y otras obras de género antes de llegar a lo que yo denomino mi época Riceana, vamos, que me he leído casi todo lo que ha publicado Rice independientemente de si es sobre vampiros, ángeles, brujas o el mismísimo niño Jesús. Por cierto, Anne, guapi, si me estás leyendo, te recuerdo que tienes un par de trilogías inconclusas, ¿eh?. De nada.

Pero, sin duda, el mayor punto de inflexión en mi yo lector fue en el año 2010, cuando una jovencísima Tindriel me invitaba a ir con ella a la Semana Negra —la historia de ese viaje merece una entrada aparte— porque allí me di cuenta de la riqueza literaria que tenemos en este país.

Aunque después de ese viaje he leído autores extranjeros como Tim Powers o Suzanne Collins, debo reconocer que la mayor parte de lo que leo ahora tiene nombre español: Elia Barceló, Emilio Bueso, Juan Gómez Jurado, Eduardo Vaquerizo, José Antonio Cotrina y Darío Vilas y David Jasso son grandes autores para mí —aunque no todos tengan el reconocimiento que merecen—. Aprovecho para manifestar aquí mi deuda con Iria G. Parente y Selene M. Pascual, y con Guillem López, que no pueden faltar en esta pequeña selección aunque aún no haya tenido ocasión de leer sus obras.

En resumen, que amo a Gaiman, pero gracias a los Búhos censores, lector, te has quedado sin saber por qué. (Ahora es cuando te preguntas por qué no cerraste el maldito navegador cuando tuviste la oportunidad). Queda pendiente para próximas intervenciones.

Un abrazo

Pili, el Búho Invisible.

 

 

 

 

 

 

 

Siempre estuvo ahí

No puedo responder a la pregunta qué obra fue la que me acercó a la literatura “de género” eligiendo sólo una respuesta cuando yo siempre he sido letras y fantasía, si yo ya leía cuando se suponía que todavía no debía ser capaz de leer.

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Todo empezó con los cuentos clásicos, supongo, tan plagados de seres maravillosos, amables algunos y temibles otros, pero siempre habitando un terreno de irrealidad que me fascinaba. Por encima de todos ellos destacaba Alicia en el País de las Maravillas. Era lógico, yo no era una princesa encantada en un castillo, ni una hermosa joven maltratada deseando que le calzaran un zapatito de cristal o la despertasen con un beso. No, yo era una niña aventurera, como Alicia. Yo veía cosas como las que ella veía y leer sus historias era, ni más ni menos, estar en casa, saber que había más como yo. Después, también de la mano de Lewis Carrol, atravesé el espejo y a mi jardín ―mi infancia, en mi recuerdo siempre transcurre en mi jardín―, empezaron a llegar naipes y piezas de ajedrez que tomaban el té con encantadores sombrereros locos, conejos con chaleco y reinas que cortaban cabezas. También me sentía identificada con Caperucita, tan valiente que era capaz de atravesar el bosque sola. Y a mí siempre me han gustado los lobos y los bosques. Supongo que desde aquellos tiempos soy, en parte, una mezcla de Alicia, el Sombrerero y Caperucita. Los cuentos y los libros infantiles dieron pronto paso a las novelas de aventuras y mi vida se llenó de Julio Verne, de Sandokan, de submarinos, globos y transportes delirantes pero factibles, de viajes a lugares extraños. Mi favorita de Verne era “Viaje al centro de la Tierra”.  Me recuerdo siguiendo los pasos de los viajeros línea a línea, buscando en los mapas el volcán que serviría de puerta, planeando pasear algún día por un lugar así. También me fascinaban el Nautilus y las maravillosas posibilidades que ofrecía para conocer el misterioso fondo del mar. Siempre me han llamado la atención los inventos.

Mis padres y mis tíos alimentaban mi ansia de lectura y a mi biblioteca llegaban varios libros al mes, además de infinidad de tebeos. Nunca se lo agradeceré lo suficiente. Algo después llegó la ciencia ficción. “La guerra de las galaxias” encendía mi imaginación y sólo pensaba en tener mi propio Halcón Milenario ―Ay, ese especial de Mortadelo y Filemón―. En mi mente, y en mis cuadernos, todo esto que os cuento se convertía en pequeñas historias perdidas ya en el tiempo. Tenéis que entender que en aquellos años las cosas no siempre llegaban a la vez en todo el mundo y que tampoco nos llegaba todo, pero, por suerte, por una inmensa suerte, llegó a mis manos el libro de William. Kotzwinkle sobre la película de E.T. el extraterrestre.  No podéis ni imaginar las veces que lo leí, tantas que me sabía de memoria algunas de las escenas. Otro de los tesoros que llegó a mis manos fue el cómic de Alien, el octavo pasajero, otra revelación. Y sí, los conservo como los tesoros que son, por ser lo que son y por ser lo que son para mí.  Más o menos por esa época descubrí otro de mis grandes amores, las novelas pulp, que mi tío leía y lee con pasión. Sus favoritas eran las de vaqueros, pero yo me fui encargando de que pasasen por mis manos las de horror y ciencia ficción cuando bajaba al quiosco a cambiárselas. Al principio, las leía a escondidas porque era demasiado pequeña. Aún las amo, las recopilo y las leo. Fue emocionante conocer, con el tiempo, a algunos de sus autores. También llegó en seguida el gusto por el terror del maestro Stephen King y similares. Y nunca se fue, había llegado para quedarse. Al margen de todo lo que os cuento, y que está centrado en el “género”, yo siempre he leído y leo de todo, pero no viene a cuento desviarse del tema, así que seguimos. Pronto se abrieron las miras hacia otro tipo de historias y el realismo mágico impactó con fuerza en mi cerebro. Mastiqué con deleite la fantasía de Rulfo, García Márquez, Isabel Allende y algunos más. Descubrí a Asimov, Arthur C. Clarke, Italo Calvino, y otros tantos. 2001 veces leí 2001, una odisea espacial ―sí, yo siempre he sido de releer lo que me gusta― y El fin de la Eternidad. Y La fuga de Logan, El Exorcista y ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? Mi mente lectora se expandía por momentos y jamás se detuvo, en todo caso se fue mezclando cada vez más con otras artes, con el cine, con la televisión. Los mundos de fantasía épica y de espada y brujería llegaron a mi vida algo tarde, de la mano de Dragonlance, cuando ya había pisado todos los otros terrenos de la fantasía, el terror y la ciencia ficción, pero me reenganché con ganas. También llegó tarde mi amado Roald Dahl, cuando ya era bien adulta, aunque le idolatraba, sin saberlo aún, desde esa primera versión cinematográfica de la historia de Charlie Bucket y la fábrica de Willy Wonka. Y lo mismo pasó con la historia de la verde Elphaba Thropp ― Wicked: Memorias de una bruja mala, de Gregory Maguire―, que llegó a mi conocimiento muy tarde y de buenas manos y se ha quedado para siempre. De algunos autores, como Anne Rice o Clive Baker, no puedo ubicar su llegada, pero sí su permanencia. Y tengo que apuntar que hay fantasía más allá de los lugares en los que la soléis buscar, ¿acaso no lo son las historias de sirenas, como la de Glauka, protagonista de La vieja sirena de José Luis Sampedro? Ese es, por cierto, uno de mis libros favoritos. También la hay ―y mucha― en algunas obras del maestro José Saramago y otros tantos autores en los que nunca se piensa al hablar de este tema. En los últimos años han llegado a mi vida, con toda la fuerza del mundo, nombres como Neil Gaiman, por quien siento devoción absoluta, mi querido Guillem López o mis recién descubiertos China Mieville y Ted Chiang, entre otros muchos. Hoy en día sigo y seguiré navegando entre todo tipo de literatura, también tengo la oportunidad de verla entre bambalinas y hasta yo misma intento invadir cabezas ajenas con mis letras. Quién le iba a decir a esa niña que hablaba con las libélulas, como Alicia, que un día se convertiría en la yo que ahora soy y que nunca la iba a abandonar.

 

 

Y entré en Cicely

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Algo a dejar claro en la primera frase: yo no escribo, hablo en forma de lectura pero no escribo. Es algo que quiero que entendáis con cualquier cosa que suba, tenéis que entonar mientras leéis como si estuvierais escuchando.

Os contaré algo de mí: no tuve un caldo de cultivo friki, nada cerca que se pareciera y, sin embargo, fui sola a buscarlo. No existía internet y sola busqué en las librerías uno de esos libros en los que parecía que había magia, espadas y otras razas hasta que alguno llamó más mi atención que otro. Caí en uno de “Reinos Olvidados” y ya nunca pude parar. Igual no me entendéis, pero para alguien que no sabe absolutamente nada de ese género, no era una elección sencilla. Y como tesoro, unos comics de Marvel en tomos que mi hermana me compraba en el rastro y que hicieron que los superhéroes me fascinasen.

«Que sí, que podría haber cogido cualquier saga o libro de género de los que mas me gustan, pero en realidad, de una u otra manera, siempre acabo hablando de Doctor en Alaska. Es como algo recurrente en mi vida.

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Aún recuerdo con qué avidez veía los capítulos por primera vez, y cómo luego programaba mi VHS para grabarlos uno a uno cuando los emitían en horarios raros. Creedme si os digo que eso era un acto de fe. Sí ,así es, siempre ha sido una serie de la 2 y en horarios de mínima audiencia. Supongo que para algunos no tiene sentido que la catalogue en el género fantástico, pero lo es. Un pueblo como “Cicely” lleno de magia, en el que puede ocurrir o existir cualquier cosa: véase un hombre que se convierte en oso; un astronauta; árboles que hablan; un indio de piel nívea y ojos claros que vive para el cine y se cartea con los más grandes directores; un señor de extirpe longeva que regenta el bar del pueblo y está felizmente casado con una animadora que pasaba por allí; una piloto que tiene una maldición por la que todos sus novios mueren en curiosas circunstancias; una maravillosa emisora de radio con un locutor que vive en una caravana al lado de un lago y que ya quisieran muchas de nuestras radios nacionales tener la calidad filosófica y musical que emite; y, por supuesto, un doctor que no quiere estar allí pero que tampoco se iría a ningún otro lugar.

 

Me fascinan los momentos fuera de nuestra rutina habitual, como que alguien elija de regalo de cumpleaños para una querida amiga una tumba, con unas preciosas vistas eso sí, para que descanse eternamente viendo las montañas y que ese momento termine bailando sobre la misma. Otro capítulo para el recuerdo es ese en el que Chris, nuestro magnífico locutor y a veces narrador, se pasa tooooodo el tiempo construyendo una catapulta para lanzar a una vaca, afortunadamente según va transcurriendo el tiempo, llega a la conclusión de que lo que debe lanzar es un piano al grito de “lo que importa no es lo que lanzas, sino el lanzamiento”.

¿En serio sigue sin pareceros una serie de fantasía?

Igual para vosotros no son argumentos suficientes para ser la elegida en el comienzo de algo, pero para mí esta serie, junto con Twin Peaks, son las que irán conmigo en esta vida y probablemente en las que estén por llegar.»

Cinco Destellos

¿Qué se escribe en un texto de presentación? ¿Se habla de la obra que marcó mi vida? ¿El libro que me hace volver a él una y otra vez? ¿O cuento cuál es la serie que me hipnotiza ante la pantalla cada vez que la veo?

Prefiero hablar de varios momentos de mi vida, escenas que me han hecho ser como soy, que me han marcado en mis aficiones y lecturas. No están ordenadas, son cinco destellos al más puro estilo de los momentos estelares que Zweig decidió mostrarnos para narrar la historia de la humanidad.

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Primer destello. Estando de visita en casa de un familiar encontrar una cosa que no habías visto nunca antes. Una revista llena de dibujos que contaban una historia, llena de gente vestida con trajes llamativos, volando, lanzando bolas de hielo, controlando a gente con su mente, levantando y lanzando contra los demás enormes vigas de hierro….miras la portada y tu vida cambia. Acabo de conocer La Patrulla-X en una edición de Bruguera y ya no podré dejarlo nunca.

Segundo destello. Un verano caluroso, ya había hecho todos los deberes que habían mandado en el colegio en menos de dos semanas (repelente que es uno) y se avecinaba la amenaza de tortura para mis padres en forma de aburrimiento infantil. Hasta que un día mi madre volvió de su trabajo con un voluminoso libro que esperaba entretuviera a su vástago de poco más de 10 años. Creía que esas más de 1000 paginas me tendrían silencioso durante los dos meses restantes. Vana esperanza, su churumbel se acabó leyendo El Señor de los Anillos en poco menos de quince días.

Tercer destello. El domingo por la mañana era el momento reservado de la semana para que mi padre y yo ejerciéramos de lo que éramos en los papeles. Así que, dependiendo de dónde pasáramos el verano, íbamos a unos sitios u otros, aunque nuestro lugar favorito era El Retiro. Los que conozcan Madrid sabrán que una de las rutas de entradas a este oasis es la mítica Cuesta del Moyano, llena de casetas de libros antiguos y de segunda mano. Allí mi padre se hacia con la mayoría de sus lecturas: desde bolsilibros del oeste hasta las tragedias completas de Shakespeare. Y como yo le acompañaba siempre me caía alguno. ¿Qué era lo que me compraba? Libros de esos con portadas llenas de gente con espadas, magos, duendes y demás cosas tontas, pero que me mantenían entretenido. Así es como descubrí Martínez Roca y con ella a Elric, Mundodisco, Holdstock y todo lo que un novato editor llamado Alejo Cuervo empezaba a traer a España.

Cuarto Destello. Viernes tarde, sales de clase y no tienes claro qué es lo que vas a hacer, hasta que tu mejor amigo se te acerca y te dice que si vas a su casa, que sus padres acaban de comprarle un Vhs y vais a estrenarlo. Presos de la emoción pedís dinero a vuestros respectivos padres y con unas 200 pesetas os dirigís a ese sitio llamado videoclub a alquilar un par de esas películas de las que habéis oído hablar a los mayores en el patio: La Guerra de las Galaxias e Indiana Jones (aunque en aquella época te referías a ella como En busca del arca perdida). Años después, y con motivo de una de las huelgas generales que le montaron a Felipe González (creo que la del 14-D), logré convencer a mi padre para comprar un reproductor y ahí entró en mi vida Arnold.

Quinto destello. Llegan las cadenas privadas a nuestra vida, ya no tenias que estar atado a lo que pusieran en las públicas (tres en aquel momento). No empezaron mal, con una extraña mezcla entre series y películas de prestigio con programas rancios y pueblerinos al más puro estilo español. ¿Y qué desembarcó ahí? Pues una serie de la que se hablaba mucho en las revistas de cine y comandada por el director de una película que me había fascinado visualmente: Dune. ¿Cuál es el nombre de la serie? Twin Peaks.

Estos son solo cinco de los destellos que me han definido, pero espero que os ayuden a conocerme. Ya os iré contando más.

Charlie, Algernon y yo

Elegir tu obra preferida, de cualquier cosa, es siempre una tarea complicada. Claro que hay libros, películas, cómics o series que resuenan más que otras, a los que vuelves de forma periódica porque te hacen pensar, o sonreír, o porque te dejan buen sabor de boca, pero ¿implica eso que el resto de obras no lo hacen? Restringirlo a un género, o géneros, puede hacer las cosas más sencillas. En apariencia. Porque, ¿cómo comparas una obra como El Señor de los Anillos (con todo el trabajo que tiene detrás) con El asesinato de Roger Ackroyd, donde el cacareado worldbuilding es inexistente pero que, sin embargo, supone una obra maestra en el género policiaco? ¿O una obra concebida más como entretenimiento y diversión (La noche de los demonios, por poner un ejemplo) con otra cuyo objetivo final es denunciar y hacer reflexionar a los lectores (Fahrenheit 451, por poner otro)? Yo, a diferencia de Harold Bloom, me declaro incapaz, y asumo que mi única opción reside en no compararlos entre sí y limitarme a elaborar listas mentales de libros que reelería una y otra vez. O que recomendaría a diestro y siniestro. Si es que no lo hago ya.

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La cuestión, centrémonos en la medida de lo posible, es que hoy me toca hablar de mi obra preferida dentro de lo que llamamos “literatura de género” (terror, fantasía, ciencia ficción y novela negra). O de una de ellas, mejor dicho.

Vaya por delante que, durante muchos años, me limité a leer lo que se llama “literatura seria”, cargada de prejuicios sobre otros géneros. Hasta que un amigo decidió “reeducarme” y me regaló tres libros, que devoré en muy poco tiempo. Y es de uno de ellos del que voy a hablar hoy: Flores para Algernon, de Daniel Keyes.

Charlie Gordon, un joven con discapacidad mental, es sometido a una operación con la que le prometen que será listo. Concretamente que triplicará su cociente intelectual, de 68. Gracias a su diario, veremos su evolución día a día, su adaptación a una nueva realidad, pero también la de Algernon, un ratón sometido a la misma operación que será reflejo, y vaticinio, de las dificultades que atravesará Charlie.

Nacido como un relato, ganador del Premio Hugo en 1960, años después el propio Keyes lo amplió hasta convertirlo en una novela, que se alzaría con el Premio Nébula en 1966. Considerado desde entonces como un clásico, la última edición en España corrió a cargo de SM (estamos hablando de 2006). Y aunque no es en absoluto una mala novela para niños y adolescentes, sí tengo claro que estos pueden perderse matices que sólo puedes captar cuando eres ya adulto; reflexiones que sólo puede provocarte cuando has conocido el dolor de la pérdida; cuando conoces la rabia, la impotencia y la desesperación de ver cómo se escapan los granos de arena de entre los dedos sin que puedas hacer nada por evitarlo.

Flores para Algernon fue sin duda uno de los libros que me reconcilió con el género de la ciencia ficción, pero también uno de los pocos libros que me han hecho llorar mientras los leía. Porque todos hemos sido Charlie Gordon alguna vez en nuestras vidas. Porque nos enseña que, a veces, la resignación no es una derrota, sino la única manera de sobrevivir a una batalla que sabes perdida.

No es, por supuesto, el único tema que se trata en la novela, que incluye desde el tratamiento de las personas deficientes hasta la relación entre inteligencia y emociones. Algunos incluso han visto en la novela una metáfora del desarrollo humano. Y aunque soy capaz de ver algunos de esos asuntos mientras la leo, lo cierto es que es el tema de la pérdida el que siempre ha resonado más para mí.

Pero no importa si cuando la leas ves en ella algo diferente a lo que vi yo. Ese es uno de los grandes logros de la literatura de género, de las novelas especulativas. Que cada uno es capaz de sacar diferentes lecciones del mismo libro. Que, a veces, los lectores descubren cosas que los propios autores no sabían que estaban. Que la imaginación de cada uno se pone a trabajar desde el momento en que la novela, el relato, te atrapa y te transporta a ese mundo fantástico que no es el tuyo.

Lo importante es si, como yo, querrás llevar flores a la tumba de Algernon.